¿Cómo mejorar la educación con cuentos con valores?
La educación es una de las principales herramientas con las que contamos para cambiar las cosas. Si son pequeños actos cotidianos enseñamos a los pequeños y a las pequeñas la importancia de los valores en su día a día, podrán aplicarlos cuando crezcan y contribuirán a una sociedad más equitativa, justa y basada en el respeto.
Cuentos de Respeto
Los Cuatro Amigos
Había una vez cuatro animales que eran muy amigos. No pertenecían a la misma especie, por lo que formaban un grupo muy peculiar. Desde que amanecía, iban juntos a todas partes y se lo pasaban genial jugando o manteniendo interesantes conversaciones sobre la vida en el bosque. Eran muy distintos entre sí, pero eso no resultaba un problema para ellos.
Uno era un simpático ratón que destacaba por sus ingeniosas ocurrencias. Otro, un cuervo un poco serio pero muy generoso y de buen corazón. El más elegante y guapo era un ciervo de color tostado al que le gustaba correr a toda velocidad. Para compensar, la cuarta de la pandilla era una tortuguita muy coqueta que se tomaba la vida con mucha tranquilidad.
Como veis, no podían ser más diferentes unos de otros, y eso, en el fondo, era genial, porque cada uno aportaba sus conocimientos al grupo para ayudarse si era necesario.
En cierta ocasión, la pequeña tortuga se despistó y cayó en la trampa de un cazador. Sus patitas se quedaron enganchadas en una red de la que no podía escapar. Empezó a gritar y sus tres amigos, que estaban descansando junto al río, la escucharon. El ciervo, que era el que tenía el oído más fino, se alarmó y les dijo:
– ¡Chicos, es nuestra querida amiga la tortuga! Ha tenido que pasarle algo grave porque su voz suena desesperada ¡Vamos en su ayuda!
Salieron corriendo a buscarla y la encontraron enredada en la malla. El ratón la tranquilizó:
– ¡No te preocupes, guapa! ¡Te liberaremos en un periquete!
Pero justo en ese momento, apareció entre los árboles el cazador. El cuervo les apremió:
– ¡Ya está aquí el cazador! ¡Démonos prisa!
El ratón puso orden en ese momento de desconcierto.
– ¡Tranquilos, amigos, tengo un plan! Escuchad…
El roedor les contó lo que había pensado y el cuervo y el ciervo estuvieron de acuerdo. Los tres rescatadores respiraron muy hondo y se lanzaron al rescate de urgencia, en plan “uno para todos, todos para uno”, como si fueran los famosos mosqueteros.
¡El cazador estaba a punto de coger a la tortuga! Corriendo, el ciervo se acercó a él y cuando estuvo a unos metros, fingió un desmayo, dejándose caer de golpe en el suelo. Al oír el ruido, el hombre giró la cabeza y se frotó las manos:
– ¡Qué suerte la mía! ¡Esa sí que es una buena presa!
Lógicamente, en cuanto vio al ciervo, se olvidó de la tortuguita. Cogió el arma, preparó unas cuerdas, y se acercó deprisa hasta donde el animal yacía tumbado como si estuviera muerto. Se agachó sobre él y, de repente, el cuervo saltó sobre su cabeza. De nada le sirvió el sombrero que llevaba puesto, porque el pájaro se lo arrancó y empezó a tirarle de los pelos y a picotearle con fuerza las orejas. El cazador empezó a gritar y a dar manotazos al aire para librarse del feroz ataque aéreo.
Mientras tanto, el ratón había conseguido llegar hasta la trampa. Con sus potentes dientes delanteros, royó la red hasta hacerla polvillo y liberó a la delicada tortuga.
El ciervo seguía tirado en el suelo con un ojito medio abierto, y cuando vio que el ratón le hacía una señal de victoria, se levantó de un salto, dio un silbido y echó a correr. El cuervo, que seguía atareado incordiando al cazador, también captó el aviso y salió volando hasta perderse entre los árboles.
El cazador cayó de rodillas y reparó en que el ciervo y el cuervo se habían esfumado en un abrir y cerrar de ojos. Enfadadísimo, regresó a donde estaba la trampa.
– ¡Maldita sea! ¡Ese estúpido pajarraco me ha dejado la cabeza como un colador y por si fuera poco, el ciervo se ha escapado! ¡Menos mal que al menos he atrapado una tortuga! Iré a por ella y me largaré de aquí cuanto antes.
¡Pero qué equivocado estaba! Cuando llegó al lugar de la trampa, no había ni tortuga ni nada que se le pareciera. Enojado consigo mismo, dio una patada a una piedra y gritó:
– ¡Esto me pasa por ser codicioso! Debí conformarme con la presa que tenía segura, pero no supe contenerme y la desprecié por ir a cazar otra más grande ¡Ay, qué tonto he sido!…
El cazador ya no pudo hacer nada más que coger su arma y regresar por donde había venido. Por allí ya no quedaba ningún animal y mucho menos los cuatro protagonistas de esta historia, que a salvo en un lugar seguro, se abrazaban como los cuatro buenísimos amigos que eran.
Nota: Es una adaptación de un cuento popular de la India, en el que se enseña no solo a ser solidarios con los demás, sino también a respetar a los que son diferentes. Trata sobre cuatro especies de animales que viven en compañía y que se ayudan unos a otros cuando un cazador intenta acabar con sus vidas, a pesar de ser tan dispares entre ellos.
El Patito feo
Era una preciosa mañana de verano en el estanque. Todos los animales que allí vivían se sentían felices bajo el cálido sol, en especial una pata que de un momento a otro, esperaba que sus patitos vinieran al mundo.
– ¡Hace un día maravilloso! – pensaba la pata mientras reposaba sobre los huevos para darles calor – Sería ideal que hoy nacieran mis hijitos. Estoy deseando verlos porque seguro que serán los más bonitos del mundo.
Y parece que se cumplieron sus deseos, porque a media tarde, cuando todo el campo estaba en silencio, se oyeron unos crujidos que despertaron a la futura madre.
¡Sí, había llegado la hora! Los cascarones comenzaron a romperse y muy despacio, fueron asomando una a una las cabecitas de los pollitos.
– ¡Pero qué preciosos sois, hijos míos! – exclamó la orgullosa madre – Así de lindos os había imaginado.
Sólo faltaba un pollito por salir. Se ve que no era tan hábil y le costaba romper el cascarón con su pequeño pico. Al final también él consiguió estirar el cuello y asomar su enorme cabeza fuera del cascarón.
– ¡Mami, mami! – dijo el extraño pollito con voz chillona.
¡La pata, cuando le vio, se quedó espantada! No era un patito amarillo y regordete como los demás, sino un pato grande, gordo y negro que no se parecía nada a sus hermanos.
– ¿Mami?… ¡Tú no puedes ser mi hijo! ¿De dónde habrá salido una cosa tan fea? – le increpó – ¡Vete de aquí, impostor!
Y el pobre patito, con la cabeza gacha, se alejó del estanque mientras de fondo oía las risas de sus hermanos, burlándose de él.
Durante días, el patito feo deambuló de un lado para otro sin saber a dónde ir. Todos los animales con los que se iba encontrando le rechazaban y nadie quería ser su amigo.
Un día llegó a una granja y se encontró con una mujer que estaba barriendo el establo. El patito pensó que allí podría encontrar cobijo, aunque fuera durante una temporada.
– Señora – dijo con voz trémula- ¿Sería posible quedarme aquí unos días? Necesito comida y un techo bajo el que vivir.
La mujer le miró de reojo y aceptó, así que durante un tiempo, al pequeño pato no le faltó de nada. A decir verdad, siempre tenía mucha comida a su disposición. Todo parecía ir sobre ruedas hasta que un día, escuchó a la mujer decirle a su marido:
– ¿Has visto cómo ha engordado ese pato? Ya está bastante grande y lustroso ¡Creo que ha llegado la hora de que nos lo comamos!
El patito se llevó tal susto que salió corriendo, atravesó el cercado de madera y se alejó de la granja. Durante quince días y quince noches vagó por el campo y comió lo poco que pudo encontrar. Ya no sabía qué hacer ni a donde dirigirse. Nadie le quería y se sentía muy desdichado.
¡Pero un día su suerte cambió! Llegó por casualidad a una laguna de aguas cristalinas y allí, deslizándose sobre la superficie, vio una familia de preciosos cisnes. Unos eran blancos, otros negros, pero todos esbeltos y majestuosos. Nunca había visto animales tan bellos. Un poco avergonzado, alzó la voz y les dijo:
– ¡Hola! ¿Puedo darme un chapuzón en vuestra laguna? Llevo días caminando y necesito refrescarme un poco.
-¡Claro que sí! Aquí eres bienvenido ¡Eres uno de los nuestros! – dijo uno que parecía ser el más anciano.
– ¿Uno de los vuestros? No entiendo…
– Sí, uno de los nuestros ¿Acaso no conoces tu propio aspecto? Agáchate y mírate en el agua. Hoy está tan limpia que parece un espejo.
Y así hizo el patito. Se inclinó sobre la orilla y… ¡No se lo podía creer! Lo que vio le dejó boquiabierto. Ya no era un pato gordo y chato, sino que en los últimos días se había transformado en un hermoso cisne negro de largo cuello y bello plumaje.
¡Su corazón saltaba de alegría! Nunca había vivido un momento tan mágico. Comprendió que nunca había sido un patito feo, sino que había nacido cisne y ahora lucía en todo su esplendor.
– Únete a nosotros – le invitaron sus nuevos amigos – A partir de ahora, te cuidaremos y serás uno más de nuestro clan.
Y feliz, muy feliz, el pato que era cisne, se metió en la laguna y compartió el paseo con aquellos que le querían de verdad.
Nota: Este cuento nos enseña a confiar en nosotros mismos y nos recuerda la importancia de aceptar a los que no son como nosotros. Seguro que lo conoces, porque trata de un patito que es diferente de sus hermanos, pero que después de un tiempo se acaba convirtiendo en cisne y es aceptado en la sociedad.
Cuento sobre las quejas constantes: El hombre sabio
Las gentes venían de muy distintos lugares, quejándose de los mismos problemas una y otra vez. El hombre, harto de la actitud de queja de todas las personas, un buen día decidió contarles un chiste. Al terminarlo, todos rieron a carcajadas.
Un par de minutos después, volvió a contarles el mismo chiste, pero en esta ocasión solo unos pocos sonrieron.
Y, por tercera vez, decidió contar el mismo chiste, pero en esta ocasión, nadie se rió.
El hombre sabio sonrió y dijo:
"Si no puedes reírte del mismo chiste una y otra vez, entonces, ¿por qué siempre te quejas por el mismo problema?
Moraleja: quejarse no resolverá tus problemas, solo perderás tiempo y energía.
Cuentos para trabajar la responsabilidad
Cuenta una antigua historia que una vez un hombre iba cargado con un gran saco de lentejas. Caminaba a paso ligero porque necesitaba estar antes del mediodía en el pueblo vecino. Tenía que vender la legumbre al mejor postor, y si se daba prisa y cerraba un buen trato, estaría de vuelta antes del anochecer. Atravesó calles y plazas, dejó atrás la muralla de la ciudad y se adentró en el bosque. Anduvo durante un par de horas y llegó un momento en que se sintió agotado.
Como hacía calor y todavía le quedaba un buen trecho por recorrer, decidió pararse a descansar. Se quitó el abrigo, dejó el saco de lentejas en el suelo y se tumbó bajo la sombra de los árboles. Pronto le venció el sueño y sus ronquidos llamaron la atención de un monito que andaba por allí, saltando de rama en rama.
El animal, fisgón por naturaleza, sintió curiosidad por ver qué llevaba el hombre en el saco. Dio unos cuantos brincos y se plantó a su lado, procurando no hacer ruido. Con mucho sigilo, tiró de la cuerda que lo ataba y metió la mano.
¡Qué suerte! ¡El saco estaba llenito de lentejas! A ese mono en particular le encantaban. Cogió un buen puñado y sin ni siquiera detenerse a cerrar la gran bolsa de cuero, subió al árbol para poder comérselas una a una.
Estaba a punto de dar cuenta del rico manjar cuando de repente, una lentejita se le cayó de las manos y rebotando fue a parar al suelo.
¡Qué rabia le dio! ¡Con lo que le gustaban, no podía permitir que una se desperdiciara tontamente! Gruñendo, descendió a toda velocidad del árbol para recuperarla.
Por las prisas, el atolondrado macaco se enredó las patas en una rama enroscada en espiral e inició una caída que le pareció eterna. Intentó agarrarse como pudo, pero el tortazo fue inevitable. No sólo se dio un buen golpe, sino que todas las lentejas que llevaba en el puño se desparramaron por la hierba y desaparecieron de su vista.
Miró a su alrededor, pero el dueño del saco había retomado su camino y ya no estaba.
¿Sabéis lo que pensó el monito? Pues que no había merecido la pena arriesgarse por una lenteja. Se dio cuenta de que, por culpa de esa torpeza, ahora tenía más hambre y encima, se había ganado un buen chichón.
Moraleja: A veces tenemos cosas seguras pero, por querer tener más, lo arriesgamos todo y nos quedamos sin nada. Ten siempre en cuenta, como dice el famoso refrán, que la avaricia rompe el saco.
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